Aún así la recordaba, calma, dulce, llena de vida. Su imagen difuminada, estática bajo un manto de neblina espesa, todavía le removía aquellos sentimientos y recuerdos en su interior. Aún así la amaba, la sentía suya, todavía.
Su existencia seguía girando en torno a ella, la veía constantemente en todos lados y en cada cosa que hacía, en sus sueños y recurrentes pesadillas, cada vez que cerraba los ojos, en cada gota de lluvia, en cada lágrima que derramaba por ella.
A pesar del tiempo y todo el “espacio” que los separaba. Andrés se rehusaba tan solo a la idea de dejarla, no se sentía capaz de olvidar su rostro, no podía ni quería abandonar sus recuerdos, sus sentimientos. Se aferraba firmemente a lo alguna vez vivido con ella, a esos pequeños momentos en los que se sintió feliz, a eso que le hizo conocer algo totalmente nuevo de la vida. Es por eso que Andrés seguía siendo por ella, seguía estando por ella, continuaba “muriendo” por ella.
Caminaba interminablemente por las oscuras calles vacías de la capital, las manos frías en la chaqueta, los zapatos sucios, los jeans gastados. Constantemente pensaba en lo desgraciado de su pasado y en como su falta de confianza había arruinado todo, hasta el límite de dejarlo completamente solo y aislado del mundo. Avanzaba lentamente recorriendo el mismo camino del día anterior y del anterior a ese, llenándose la cabeza de los mismos pensamientos de siempre y amargándose por lo que alguna vez no pudo hacer.
La lluvia ya había cesado y la noche estaba cada vez más fría y solitaria, los pequeños charcos de agua, vestigios del aguacero pasado, eran lo único presente en la acera en ese momento. Una oleada de sensaciones invadieron violentamente su interior y lo sumieron en un estado de coma profundo. Eran los mismos sentimientos a los que estaba acostumbrado, pero en ellos se notaba un tono irónico, como si un ser superior en todo sentido a él se burlase en su cara. No creía en Dios, pero creía tener razones para no hacerlo. Andrés todavía con las manos en los bolsillos apretó los puños con rabia, con frustración, cerró sus ojos fuertemente y una lagrima forzada rodó por su mejilla, corrió con furia, como si se liberase de un inmenso peso que lo aplastaba, como si el viento frío en su cara lo hiciera reaccionar de una vez por todas, corrió hasta que sus pies no lograron continuar, hasta que cayó rendido de rodillas en la acera, sintiendo ese dolor que muchas veces anhelaba.
La noche estaba oscura, sin luna; el cielo amenazante, cubierto completamente por nubes grises no dejaba entrever siquiera una estrella. De bruces sobre el pavimento enlodado, el joven permaneció inmóvil durante prolongados minutos, sentía su corazón latir fuertemente y su respiración agitada parecía no dejarlo moverse. El frío le calaba hasta los huesos y su ropa empapada adherida a su piel, lo mantenía sumergido en un letargo interminable. Pero no era eso lo que le dolía, el frío no era suficiente para hacerle daño, hace diez años que su cuerpo no sabía de otra cosa, hace mucho que el calor de su sangre se había drenado por completo. Su sufrimiento no era físico, su cuerpo inerte ya no reaccionada ni mostraba señales de vida. El dolor que él sentía era interno, como si una lanza hubiese atravesado su corazón congelado, como si sus sentimientos, sensaciones y pensamientos fuesen retorciéndose de angustia, pereciendo de dolor.
Mientras su mente atontada trataba de volver en sí, una imagen se incrustó en su retina, en su mente, en todo su cuerpo. Como imitando una anticuada máquina proyectora, una secuencia de fotografías en blanco y negro se deslizaron por su interior lentamente, se mezclaron son su piel, con sus sentimientos, le revelaron lo más duro. Lo que se negaba a aceptar. Recordó con anhelo o más bien con tristeza la primera vez que la vio caminar por la calle de enfrente, la vez que supo que la adoraba aún sin conocerla directamente, sintiendo que la esperaba desde siempre, que la amaba aún sin verla. Que era para él, solo para él.
A menudo se imaginaba a él mismo acariciándola, tomados de la mano, siendo solo uno. Sintiéndose feliz de mirar sus negros ojos profundos y esperando que le respondiesen de la misma forma, de encontrar en ellos su amor oculto.
Deseaba enormemente caminar a su lado aunque fuese en silencio observándola, acariciar su cabello, tomar su fría mano blanca y besarla, acompañarla a donde ella fuese. Por lo menos lograr alguna vez ser parte de su vida, de su mundo.
Unas gotas aisladas cayeron en su boca y en su rostro, pero su mente aún bloqueada no logró motivar a su cuerpo a levantarse del frío cemento, dejó que la lluvia lo mojara, que lo empapara, que lo limpiara de todo. Creyó que se liberaba por unos momentos, que lograba alejarse de esa nube negra que lo apesadumbraba, que lograba escapar. Permaneció así un tiempo.
Pasaba días enteros junto a su ventana sentado, meditando, observando el mundo exterior, estudiando cada uno de los cambios, viendo siempre a las mismas personas, los mismos árboles, los mismos autos. Postrado en esa silla, sin posibilidad de salir de su oscura habitación, Andrés pasaba horas esperando algo que cambiase su forma de vida, algo que de verdad lo apasionase, alguien como ella.
La veía cada tarde a eso de las seis sola caminar con paso lento pero decidido por la calle, mientras él apoyado en el marco de la ventana la miraba desde el segundo piso del antiguo departamento. Le alegraba el día,
Adoraba su blanco rostro suave y sin maquillar, el pelo largo y sin peinar acomodado finamente detrás de la oreja, su sweater oscuro holgado pero a la medida, su nariz pequeña, fina y recta que sutilmente le daba ese toque de majestuosidad, esos pequeños labios casi apagados, su aire de ternura. Llevaba siempre el mismo bolso atravesado por sobre su pecho y un abrigo largo, usado, antiguo.
A pesar de que ella nunca notó su presencia, Andrés sentía que la conocía de toda la vida, que era su mejor amiga y confidente, que algo más fuerte que un amor los unía.
Así pasaron meses y meses, ella todos los días sin falta pasaba a las seis, él sentado en la silla de ruedas la esperaba feliz, agazapado tras las cortinas, ansioso como si fuese el primer día, como un niño. Su salud había empezado a mejorar, su rostro pálido ya comenzaba a tomar color, estaba más inquieto y podría decirse que lleno de vida. Ya no sufría de insomnio como antes y hasta había dejado de tomar esas pastillas que lo atontaban por días, se sentía feliz y hasta había subido algo de peso. No tenía esos extraños dolores estomacales y ya no acostumbraba a levantarse de noche a vomitar. Su vida había mejorado, pero él casi no lo notaba.
Totalmente empapado se sentó en la vereda, la lluvia cada vez más abundante apenas le permitía ver a más de unos metros y su cuerpo rendido se negaba a continuar, se dio cuenta que un sabor amargo inundaba por completo su garganta y que sin darse cuenta lloraba como nunca antes lo hizo. Aún sentado apoyó su cabeza en un poste de luz y esperó, esperó a que todo pasara, solo se quedó inmóvil deseando que todo fuese una pesadilla, pensando que el momento de despertar ya estaba cerca, esperó a que la lluvia se llevara lo poco y nada que quedaba de su ser.
Todo transcurría en forma normal, él la esperaba todas las tardes como de costumbre, pero un día ella no asistió, ni al siguiente, ni al subsiguiente. Andrés pasó días, semanas y meses enteros sin hacer nada que no fuese estar permanentemente junto a su ventana, esperándola, buscándola eternamente. Desde ese momento su vida terminó.
Cómo deseaba tener un par de piernas sanas, solo eso, necesitaba buscarla, seguirla, al menos preguntarle el nombre.... Nunca salió de su habitación.
Ahora sentado solo bajo la lluvia, sus lagrimas reflejaban el arrepentimiento, pedían perdón a ese Dios que creía inexistente, rogaban de rodillas otra oportunidad. Cómo añoraba su vida anterior, cómo deseaba tener como antes la posibilidad de elegir, cómo se arrepentía de no haber pensado mejor las cosas.
Ya no recordaba el momento exacto en que ocurrió ni porqué había reaccionado de esa manera, en su mente solo quedaba la imagen de un joven pálido, sin vida, desplomado en el suelo de una oscura y fría habitación.
Siempre había deseado caminar. Desde hace diez años que estaba condenado a recorrer para siempre ese camino infinito.